HISTORIA


Introducción

 

El devenir histórico de Huerta del Marquesado ha venido marcado, a lo largo de los siglos, por una pareja de condicionantes, factores recurrentes que por sí solos explican en buena parte el desarrollo histórico de la población.


El primero de ellos es, sin duda, el aislamiento. Agazapada bajo sus montañas, con comunicaciones difíciles que se veían casi imposibilitadas durante buena parte del año, Huerta, como tantos otros pueblos de la Sierra Alta, se adaptó a una forma de vida casi autárquica, poco permeable con respecto al mundo exterior. Ello hizo que los bandazos y convulsiones de la historia llegasen hasta aquí atenuados, amortiguados en la balsa de aceite del sistema montañoso. Muy pocas veces a lo largo de su existencia ha conocido Huerta sobresaltos de mención; apenas alguna vez, de siglo en siglo, ha sido suavemente zarandeada por las peripecias de la historia. De aquí que como consecuencia las fuentes documentales que hablan de la población sean escasas, muy separadas en el tiempo, y que nos remitan muy frecuentemente a la suave existencia cotidiana.


Éste último es precisamente el otro factor condicionante: en Huerta, y hasta hace bien poco tiempo, el discurrir de la vida ha sido inalterable por años de años, apenas con algunos mínimos cambios sutilísimos, casi imperceptibles. La necesidad de mantener el equilibrio con el medio natural unida al arcaísmo e inmovilismo en las formas sociales y culturales propio de áreas de alta montaña han supuesto una enorme fortaleza del patrón socioeconómico tradicional que sólo en los últimos años se está viendo relegado en parte por nuevas formas culturales. A efectos prácticos, un vecino de Huerta en el año 1950 reproducía en sus nueve décimas partes los mismos esquemas vitales que un ancestro suyo de los siglos XVI o XVII.





 

Por ambas cosas, hablar de historia de Huerta del Marquesado es hablar de intrahistoria, de los pequeños ritos diarios repetidos con inconsciente tesón durante siglos, del pino abatido en las crestas del Collado Bajo por los hacheros, del rebaño bajado al Reino por los pastores trashumantes (una y otra vez en los últimos tres mil años), del hortelano que encauza las aguas del Laguna para irrigar la huerta. La historia de Huerta es la historia de seres casi anónimos, repetitivos e irrepetibles de generación en generación.


Curiosamente, Huerta es uno de los pueblos de la provincia de Cuenca que puede certificar un origen más antiguo. En efecto, la población se levanta exactamente sobre un antiguo castro de la Edad del Hierro, erigido por alguno de los pueblos celtíberos (lusones o lobetanos) que colonizaron estas montañas en los siglos previos a la Romanización (siglos V al II a.C). Todavía sobre el pueblo, en el Alto del Bujedal, quedan los restos de la acrópolis defensiva, reciamente amurallada, refugio de la élite que acaso controlaba el microcosmos de la vega y alturas circundantes.

Edad Antigua


Mucho antes todavía de estas viejas estructuras, ya el hombre campaba a sus anchas por la comarca y el término. Existen pinturas rupestres del Paleolítico Superior, de escuela levantina (8.000 - 1.200 a.C), en todo el entorno comarcano de Huerta: Villar del Humo, Henarejos, Pajaroncillo, Boniches, Carboneras de Guadazaón, Beamud, Valdemoro... Todavía hoy rica en fauna, mayor y menor, la zona resultaba un cazadero ideal para el hombre primitivo, que dejó su huella por doquier.



 

También en la Edad del Bronce tuvo Huerta población, limitada como en toda la Sierra a pequeños enclaves, de tamaño mínimo, al amparo de una topografía favorable y fuertemente protegidos. El Bronce Medio (siglos XVIII al XIII a.C) es el subperiodo más frecuente de aparición de vestigios.


Pero sin duda, es la Edad del Hierro uno de los momentos culminantes de la historia del territorio. La fuerte inmigración de facies céltica que la comarca experimenta desde el siglo VIII a.C. configura a partir del siglo V a.C. un patrón de ordenación espacial ciertamente sorprendente: alta densidad de población, utilización sistemática de los recursos, multiplicidad de enclaves de gran tamaño a una distancia reducida unos de otros... La presencia celtibérica en la Serranía de Cuenca es una auténtica eclosión, con una densidad y diversidad que no será igualada hasta casi dos mil años más tarde.


Además del propio castro antecedente de la Huerta actual, veintena de enclaves jalonan los municipios vecinos, algunos de un tamaño sorprendente, al amparo de gigantescas obras de fortificación. Aparecen santuarios: Altarejos, Tejeda, la Cueva Santa de Mira, todavía hoy (pertinentemente cristianizados) importantes centros de devoción popular.

 

 

Todo va a cambiar con la llegada de Roma. Las campañas de conquista y pacificación de la Celtiberia llevadas a cabo por los cónsules y pretores romanos a lo largo de casi un siglo adquirieron en la Serranía de Cuenca visos de guerra de exterminio, a tenor de las escasas fuentes clásicas. Todos los castros serranos, casi sin excepción, muestran señales de conquista: murallas demolidas en parte, relleno de fosos, señales de incendio en la secuencia estratigráfica... Puede decirse, apenas sin exagerar, que en la comarca la Pax Romana trajo el desierto: aquí y allá unas pocas villae o mansii al amparo de las escasísimas calzadas secundarias que atravesaban estos montes. No hay señal alguna de presencia romana en Huerta o sus contornos, y sólo en el eje Carboneras - Cañete - Salvacañete, al amparo de una antigua vía secundaria, se constatan asentamientos romanos.

Edad media


Así, sin haber llegado a asomarse a la historia, el área de Huerta vuelve a sumergirse en la más absoluta oscuridad arqueológica y (por supuesto) documental hasta el siglo IX, con la llegada de los musulmanes. Casi mil años de vacío en que sólo cabe especular por las formas de ocupación humana.


El establecimiento de contingentes bereberes tras la anexión musulmana de la Península supone de nuevo un patrón de uso del territorio definido. Régulos y cabecillas ganaderos, refractarios al poder centralizador cordobés, turbulentos e irreductibles, van a protagonizar una de las etapas históricas más fascinantes en la comarca, todavía muy poco conocida. Una familia del clan hawara, los banu Zennún, va a auparse finalmente al predominio local sobre el resto y va a poner en serios aprietos, con sus veleidades autonomistas, a los emires y califas de Al-Ándalus. Partiendo de su nido de águilas patrimonial en la fortaleza de Alcalá (a unos 28 kilómetros de Huerta) y apoyándose en los contingentes bereberes de la Serranía, los banu Zennún van a hacerse con el control de la kura de Santáver, que ocupaba buena parte de las provincias de Guadalajara y Cuenca. Nueve generaciones, más de dos siglos, controlarán los banu Zennún estas tierras, hasta la caída del Califato cordobés en 1014. Y todavía después, en la vorágine de los reinos de Taifas y las invasiones africanas, miembros de la semilegendaria estirpe aparecerán en las fuentes documentales de estas tierras, encumbrados o barridos en los brutales altibajos de los juegos de poder de una época dramática.


La época islámica ha dejado importantes restos en la comarca, aunque no en Huerta. Dos eran las plazas musulmanas cabeza del territorio: Walmu (el actual Huélamo) y al-Qannit (Cañete), donde desde el principio de la dominación musulmana se erigieron poderosos castillos roqueros. Poco a poco, las funciones de predominio debieron irse concentrando en Cañete, cuyas fortificaciones se ampliaron sin interrupción entre los siglos IX y XI dando lugar al más completo repertorio de arquitectura defensiva musulmana de la provincia de Cuenca (y muy digno ejemplar dentro del conjunto nacional). A medio camino exacto entre ambos, Huerta del Marquesado hubo de experimentar una importante presencia bereber durante estos siglos, aunque alguna posibilidad de asentamiento en el actual término municipal no ha sido todavía estudiada. La existencia de la vega del río Laguna, feraz y a resguardo, supone una alta probabilidad de población islámica, que en el caso de Huerta no deja traslucirse en el nombre romance de la población. Otras poblaciones limítrofes, también con denominación castellana, evocan mejor la presencia musulmana: Valdemoro, Valdemorillo, Valdemeca...



 

Huerta pasa a cristianos en algún momento entre 1172 y 1177. El primero de estos años, Huélamo pasa de manos musulmanas a las del caballero navarro Fortún de Tena, que lo recibió en pago de sus servicios en la guardia personal del rey moro de Valencia, Muhammad ibn Mardanis, el inefable y contradictorio Rey Lobo de las fuentes castellanas. Como no debía el tal don Fortún andar muy sobrado de numerario, lo malvendió en 1175 al señor de Albarracín, don Pedro Ruiz de Azagra, a quien debía conocer pues amén de paisanos ambos, el padre de don Pedro, don Rodrigo de Azagra, había sido compañero del de Tena en el séquito del Rey Lobo, y había obtenido el Albarracín de su mentor valenciano por idéntico procedimiento. Albarracín y Huélamo son una de las pocas zonas de la Península que nunca se reconquistaron a moros, sino que fueron graciosa donación de ellos a cristianos, paradoja de las Españas inexplicables.


El caso es que a los musulmanes valencianos el negocio con los Azagra les salió nefasto. El viejo Ibn Mardanis, político sagaz, pensó con su política de donaciones a cristianos de confianza crear pequeños estados-tapones en el norte de su reino mientras él se las entendía en el sur con el principal de sus problemas: el expansionismo almohade. De hecho, Pedro Ruiz de Azagra fue leal al Rey Lobo mientras éste vivió, arriesgándose incluso a una excomunión papal por cubrir las espaldas a su impío señor frente a las apetencias de Castilla y Aragón. Pero muerto Ibn Mardanis (año 1172), el Azagra encontró campo abonado para sus correrías en la Valencia musulmana, dominada ahora precisamente por los almohades, enemigos de su protector. Porque ése fue el gran negocio del Albarracín de los siglos XII y XIII: la cabalgada y la algara. Señorío independiente a caballo entre Aragón y Castilla, basculando entre ambos reinos hasta el siglo XIV en una precaria existencia política, no puede comprenderse la historia medieval de la Sierra de Cuenca y de Huerta sin contar con Albarracín.


Asiento de capitanes de fortuna y aventureros de toda laya bajo la égida de una dinastía navarra a la que se le daba una higa las convenciones políticas de la época, el horror que hubieron de padecer las áreas interiores del reino valenciano es difícil de imaginar. Cañete y el área de Huerta fueron el primer paso, entre 1175 y 1177, de una dinámica de depredaciones y devastaciones con cientos de razzias promovidas directamente por los Azagra o por gentes de Albarracín bajo su control indirecto. En 1183, el adalid Álvaro Marín, caballero gallego asentado en Albarracín, toma y arrasa Moya, por entonces una fortaleza musulmana muy secundaria que quedaría desierta durante treinta años, dejando abierto al camino a la Plana de Utiel.


Albarracín no podía ocupar ni repoblar, por aquello de no desestabilizar la balanza en la que se mecía entre los dos colosos peninsulares. De ahí que la zona de Cañete (Huerta incluida) fuese donada cortésmente al reino castellano en algún momento entre 1177 y 1187 (eclesiásticamente en 1190) reinando Alfonso VIII, al que el Azagra acababa de hacer merced de otra gentileza llevando la mesnada de Albarracín a la toma de Cuenca. Así, de una de las maneras más peregrinas que se puedan concebir en nuestra desconcertante Edad Media, Huerta pasó a ser castellana por donación de un señor navarro que se la había arrebatado a los musulmanes y que había recibido su señorío de un rey musulmán. La repoblación debió ser castellana, aunque por toda la comarca el folclore guarda tal cantidad de aragonesismos y aun elementos etnológicos de tronco navarro (incluida toponimia) que no se puede dejar de pensar en una presencia remanente de sus primitivos y efímeros propietarios cristianos.


Por lo que sabemos, y aunque en el caso de Huerta sigue sin existir documentación específica, todas las poblaciones de la comarca se renuevan o surgen en este momento, a finales del siglo XII. La población musulmana, como era costumbre, fue expulsada, de ahí que la mayor parte de la toponimia sea romance (salvo excepciones: Alcalá, Algarra, Landete, Garaballa, Yémeda...y naturalmente Huélamo y Cañete, éste curioso romanceado de un aljamiado previo). Existe una vieja tradición en el pueblo, conservada (y probablemente del todo deformada) por la tradición oral, que afirma que Huerta fue poblada por gentes de la vecina localidad de Laguna. Aunque por supuesto es casi imposible comprobar la verosimilitud histórica de esta tradición, no deja de señalar la natural dirección de ocupación norte-sur a cargo de los nuevos llegados, haciéndose cargo de las poblaciones abandonadas por los musulmanes, rebautizándolas en la mayor parte de los casos y reocupando las viejas fortificaciones, o bien levantando otras nuevas. Así, debió de tener Huerta algún tipo de obra defensiva en la parte superior del pueblo, entre el apretado caserío que hoy se conoce aún como El Castillo, y de la que nada queda. A tenor de otros pueblos de alrededor, no debía ser más que una simple torre, a lo sumo con un mínimo recinto, quizás aprovechando materiales o estructuras de la fortificación castreña prerromana como suele ser frecuente en la zona.


En sus primeros años de existencia (por lo menos castellana) debió Huerta depender de Cañete, que ya había sido su referente en época islámica. La cosa cambiará de repente en 1210, con la creación de la Comunidad de villa y tierra de Moya. Las cosas para Cañete habían ido bien en un primer momento: villazgo, amplia repoblación con tres parroquiales, arcedianato, jurisdicción sobre sus aldeas históricas... No obstante, el poder real prefirió Moya, hasta entonces escaso villorrio fronterizo (y arrasado, por más señas) en el hinterland de ambos reinos, pero desde el cual Castilla tomaba posiciones de primera línea para lanzarse al despojo de la Valencia musulmana. Se acometió en Moya una puebla importante, con grandes obras de las cuales nació una pujante villa medieval, a la que se dotó de amplio alfoz: la mitad meridional de lo que hoy es Serranía de Cuenca, que pasó a ser tierra de Moya (con fuero propio desde 1218). La minuta la pagó Cañete, que fue reducido a aldea, privado de su término y puesto a depender de Moya para manifiesto fastidio de sus vecinos. Los cañeteros, erre que erre, conseguirían zafarse de Moya en 1285 con nueva ejecutoria de villazgo, aunque ello les costó dos cosas: su libertad comunal (pasaron de señorío en señorío durante toda su historia) y su término original, que no les fue restituido. Huerta (a 13 kilómetros de Cañete), siguió dependiendo de Moya (a 52 kilómetros, y con Cañete interpuesto) de cuya jurisdicción no saldría ya hasta el año 1834, a pesar de ser uno de los pueblos más excéntricos de la tierra moyana y de que sus gentes siguiesen apañando sus asuntos crematísticos en Cañete.

 

 

La Edad Media pasó sin más sobresaltos conocidos para Huerta. Conocidos, porque algunos sí que tuvo que haber. La inestabilidad fronteriza entre Castilla y Aragón en el siglo XIV (guerra de los Pedros, privanza de D. Álvaro de Luna...), los problemas de jurisdicción y pastos entre las diferentes villas de los tres reinos (Albarracín, ya en Aragón; Castielfabib, Ademuz y Alpuente en Valencia; Cañete y Moya en Castilla) convirtieron las fronteras en un foco de inestabilidad permanente.


A esto hay que añadir en el siglo XV los intentos de una nobleza castellana, ya completamente sin freno ni medida, de arrancar a la tierra de Moya jirones territoriales, a lo que el concejo de Moya contestó militarmente en una serie de sonados enfrentamientos con tropas nobiliarias invasoras en Carboneras, Salvacañete, Narboneta... alguno demasiado cercano a Huerta para que la población no se viese afectada de alguna manera. Todo ello sin contar que, según el viejo Fuero, Huerta estaba obligada a contribuir en hombres a la hueste de la villa moyana.


En los últimos años del siglo XV, precisamente, se produce un hecho trascendental. La reina Isabel de Castilla, en pago de muchos y muy señalados favores, otorga Moya y su tierra en calidad de señorío (y más tarde con título de marqués) a don Andrés de Cabrera, arribista de pro, y a su esposa, Beatriz de Bobadilla, camarera de la reina. Nace el Marquesado de Moya, implantado sobre la vieja comunidad de villa y tierra. Huerta recibe también su apellido, del Marquesado, para distinguirla de otra Huerta surgida también en la diócesis conquense, la de la Obispalía. La distinción, al principio puramente eclesiástica, pasará lentamente al ámbito administrativo, aunque para los paisanos su lugar ha sido siempre La Huerta, a secas, y así hasta nuestros días.


En estos mismos años se erige Cañete también en marquesado (mucho más pequeño en extensión), bajo los Hurtado de Mendoza, que ya tenían la villa desde varias generaciones atrás. Los marqueses de Cañete nunca tuvieron jurisdicción sobre Huerta. Por lo menos teórica, porque a tenor de los inacabables pleitos con Moya aprovechaban la más mínima ocasión para meter las ovejas en la dehesa del vecino pretextando derechos del tiempo de los moros, que aún coleaban los viejos asuntos.

 

 

A partir del siglo XVI la población aparece ya regularmente en la documentación. Casi toda ella es de carácter contable, religiosa y civil, pues Huerta no parece interesar salvo para recaudar diezmos, tazmías, alcabalas y resto de gravámenes al uso. Los censos del siglo XVI hablan de un padrón en torno a las 250 - 300 almas, que es el mismo número que, con los altibajos de rigor, ha llegado hasta nuestros días. La población vive del ganado, de los trabajos forestales, de las labores de la huerta y de pequeñas artesanías e industrias, de las cuales las más destacadas parecen ser una tejería y una herrería. La presencia de esta última (que aún se conserva hoy en el límite de término con Campillos-Sierra) indica que ya se están utilizando las aguas del río Laguna para mover ingenios, que en forma de molinos harineros y martinetes irán aumentando en los siglos siguientes. No hay población terciaria, excepto el párroco y un escribano que, en ocasiones, es común para varios pueblos. La autoridad la ejerce, en nombre del marqués, un solo regidor, sin alguaciles. En caso de necesidad se pide gente a Moya.

 

 

La propiedad se haya muy repartida y no se constata la presencia de una clase acomodada. Toda la población de Huerta es pechera, sin una sola familia hidalga, pero tampoco hay indigentes ni pobres de solemnidad, a pesar de lo estrecho de la vida en una comarca agreste y de clima feroz. Como en tantas zonas de montaña, el patrón socioeconómico muestra un equilibrio tendente a la igualdad social, lo que propicia comunidades armónicas, muy estables. El exceso demográfico, en las épocas que se produce, es dirigido a la emigración por los patrones culturales de conservación de la tierra y la vivienda. La sociedad local, como en todos los núcleos de pequeño tamaño, ejerce un control social completo sobre sus miembros, con lo que los episodios de conflicto son raros. Es significativo que una institución como la Inquisición sólo incoara dos procesos en Huerta a lo largo de sus cuatro siglos de existencia, en los años de 1595 y 1793. Uno de ellos por fornicación, el otro por solicitación. Dos delitos menores que, para más señas, no pasaron de la fase de instrucción por falta de pruebas.


No tenemos noticias de la postura que Huerta adoptó en el conflicto de las Comunidades (1520-21) que en Moya adquirió visos dramáticos cuando la villa intentó usar el río revuelto para zafarse de la tutela del marqués, con varias degollinas por toda la tierra y espeluznantes actos de crueldad por ambas partes. Poblaciones muy cercanas, como Valdemoro o Valdemorillo, prestaron una ayuda decidida a los comuneros moyanos, y se debía contar con el apoyo de otras muchas (seguramente Huerta) que más tarde plegaron velas y echaron tierra sobre los acontecimientos cuando el marqués, definitivamente restituido en sus estados gracias al apoyo directo de Carlos I, inició una encarnizada represión de los elementos levantiscos.


Tampoco el resto de acontecimientos de siglos posteriores afectaron a Huerta. Ni vivió los desastres de la Guerra de Sucesión ni los de la Guerra de la Independencia exactamente un siglo después. Aunque las tropas napoleónicas aplastaron toda resistencia militar organizada en estas montañas en la Batalla del Tremedal (25 de octubre de 1809), y aunque toda la comarca se ocupó (Huerta del Marquesado llegó a tener una diminuta y efímera guarnición francesa), lo cierto es que los napoleónicos pronto se fueron retirando de las profundidades del Sistema Ibérico, área de nula importancia estratégica pero desde donde se les hacía una guerrilla incómoda que en el entorno encontraba todo a su favor para mantenerse de forma indefinida.  Poblaciones como Moya se distinguieron especialmente en la resistencia al invasor, y por todas sus sierras proliferaron partidas.


Aunque sin consecuencias dramáticas, más sufrió Huerta del Marquesado las consecuencias de las Guerras Carlistas, especialmente la primera (años 1833-35 para la zona) y la tercera (1873-74). Sólidamente instaladas las tropas del Pretendiente en Cañete, los pueblos de los contornos fueron sometidos a una sistemática política de exacciones bajo la amenaza de la fuerza armada que resultaron muy onerosas para la precaria economía de los municipios. Huerta fue sometida en varias ocasiones a estos expeditivos procedimientos recaudatorios, que dejaban secuelas económicas durante años. Las levas, voluntarias o forzadas, suponían una pérdida de brazos útiles importante. Casi nadie en la comarca confraternizaba con la causa carlista, incluido Cañete, pero hubo que contemporizar en espera de tiempos mejores, habida cuenta del abandono en que los gobiernos liberales dejaron a sus zonas rurales, especialmente las cercanas a los epicentros carlistas.

Edad moderna


En 1834, con la abolición definitiva de los señoríos jurisdiccionales, quedaba liquidado el viejo marquesado moyano, y la vieja tierra de Moya sobre la que se superpuso. Huerta accede a la municipalidad, delimitándose sus términos. Como en tantas otras partes de la comarca, surgieron problemas de delimitación de términos con los pueblos vecinos, con inacabables pleitos que se prolongaron durante años.


Los siglos XVIII y XIX, a pesar de los problemas puntuales, fueron buenos para Huerta. Se constata un aumento de la producción agrícola y ganadera, al introducir nuevas técnicas de cría y labor, y nuevos tipos de ganado. Es ahora cuando se introducen cultivos de alto rendimiento, como el maíz y la patata, que van a permitir mantener una población más numerosa. Se cultivan también cada vez más intensivamente los frutales y el cáñamo, a partir del cual la población desarrolla una interesante producción textil endógena que añadir a las tradicionales y rudimentarias labores de lana. Cuatro tejedores se documentan en Huerta a mediados del siglo XVIII, según el Catastro de Ensenada. Toda industria textil, por incipiente que sea, requiere de bataneo, así que el molino pañero se une al harinero en las márgenes del Laguna, o se compaginan ambas funciones. Se observa por primera vez una presencia importante de jornaleros (unos 45, el mismo número que propietarios de labor), lo que evidencia que no todos tienen ya acceso a la tierra, aunque subsistan con la ganadería, las labores forestales, la ganchería y otros oficios de explotación del medio. Ahora ya se documentan nueve pobres de solemnidad, un colectivo en apariencia pequeño pero significativo. El crecimiento de la población también favorece la aparición de profesiones especializadas: un herrero, un cerrajero, un sastre…

 

 

Y es que la población crece. Crece demasiado, por primera vez en siglos, sobre todo a lo largo del siglo XIX, cuando las mejoras higiénicas y sanitarias propician un importante descenso de la mortalidad infantil y un aumento de la calidad de vida. Huerta, que tiene unos 350 habitantes a mediados del siglo XVIII, entra en el siglo XX con 424 personas. Parece un incremento nimio, y lo sería para otro entorno geográfico, pero aquí es un número excesivo para la economía tradicional. El exceso de población fuerza la explotación del medio y los recursos medioambientales. Un entorno natural generoso amortiguará a corto y medio plazo el impacto demográfico, ocultando la rotura del equilibrio tradicional y de los patrones de sostenibilidad.


Comienzan roturaciones excesivas fuera de la vega, en tierras pobres que precisan barbechos desmesurados después de cada siembra. Empiezan a clarear laderas y alturas en un incremento de la actividad forestal, tanto para la obtención de piezas maderables destinadas al mercado exterior como para leña, subproducto cada vez más necesario en la economía local, por el cual comienza una presión constante hacia las autoridades del municipio, sobre todo cuando las alturas cercanas al pueblo, origen tradicional de este artículo, quedaron casi deforestadas. La pérdida de bosque es agravada además por una actividad ganadera intensificada, en una localidad donde el aumento del ganado era perfectamente proporcional al incremento de población, ya que cualquier familia criaba el hato, por activa o pasiva.


La Guerra Civil sirvió de trágico interludio a este proceso. Esta vez, Huerta se libró por los pelos, pues el frente se situó a unos kilómetros, en lo alto de las sierras de Valdeminguete y Zafrilla, apenas a una quincena de kilómetros. Huerta quedó en zona republicana, con la misma facilidad que podía haber quedado dentro de la zona contraria, y en ella se mantuvo hasta el final de la contienda. Como población de primera retaguardia durante tres largos años, la población vio movimientos de tropas, evacuación de heridos, reclutados, desertados y las mil pequeñas tragedias de una guerra entre hermanos que se libra en puertas, especialmente durante el invierno de 1937-38 y los durísimos combates por Teruel. La parroquia (como desgraciadamente devino en costumbre) fue devastada aunque no era demasiado lo que guardaba de valor, en contra de lo que afirma el sentir popular, que por supuesto mide en sentimientos y devociones, no en valor monetario o artístico.


Después de la Guerra Civil, finalizada aparentemente la pesadilla del conflicto, las sierras de Cuenca fueron utilizadas a partir de 1945 por una guerrilla antifranquista muy activa, que desarrollaría hasta 1948 una campaña intensiva de ataques y sabotajes. El maquis en Cuenca, dependiente de la A.G.L.A. (Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón) estaba integrado por combatientes procedentes de Francia y por efectivos reclutados entre la propia población local, en una profesión de sincero idealismo que, a tenor de los tiempos que corrían, casi rayaba la ingenuidad. Tras el combate de Cerro Moreno (1949), en la cercana Santa Cruz de Moya, el maquis de Cuenca dejó de existir como fuerza operativa. Deshecha su capacidad logística, sin apenas contactos con otras agrupaciones y con el extranjero, los últimos maquis, figuras absolutamente patéticas, irían huyendo o cayendo hasta incluso los últimos años 50. Y si tanto duraron fue por el apoyo de buena parte de la población rural, no tanto por cuestiones ideológicas (que bien pocas había) sino porque allá arriba estaba un hijo, un cuñado, un amigo.

Edad contemporanea


El 29 de abril de 1959, Huerta del Marquesado asomó a los rotativos de medio mundo por otra tragedia, el accidente de aviación de Collado Bajo. Debido a las malas condiciones metereológicas y a la imperfección de los sistemas de navegación, el Vuelo 42 de Iberia que cubría el trayecto Barcelona-Madrid se estrelló a las cuatro y media de la tarde contra la cresta más elevada de la Sierra de Valdemeca. El impacto contra la ladera, casi vertical, fue terrorífico.


El aparato, un DC-3 Douglas, se desintegró por completo dejando un calvero en el apretado pinar de la cumbre, del que salía un vórtice de humo visible a decenas de kilómetros en el perfil de la Sierra todavía nevada. Cuando horas después los vecinos de Huerta y Valdemeca llegaron al lugar del siniestro (después de una frenética subida hasta la cumbre a pie y lomo de mula), sólo pudieron constatar que no había supervivientes. Pronto se sabría la noticia: entre los fallecidos estaba la casi totalidad del equipo español de gimnasia: Aguilar, Müller, Pajares... y, por supuesto, Joaquín Blume, campeón de España desde 1949 y héroe nacional en toda una serie de competiciones internacionales. Desde hace unos años, Huerta del Marquesado rinde homenaje a todos los fallecidos en el Collado Bajo con una sencilla marcha hasta el lugar.


En 1950 la tendencia demográfica, que ha continuado imparable, alcanza el punto crítico. 624 habitantes alcanza el censo de este año, a todas luces excesivo. Ello va a coincidir con la eclosión de los movimientos migratorios del desarrollismo español que en Huerta, como en tantos otros pueblos de la provincia, va a tener un efecto devastador.


En apenas diez años (1960) Huerta está de nuevo con 404 habitantes, pero el proceso ya es imparable. Las estrecheces de la vida en el pueblo, donde el patrón económico no acierta ya a ofrecer una existencia confortable a sus gentes, unida al espejismo del paraíso urbano, se conjugan para acelerar progresivamente el éxodo, que no se detiene cuando el punto de equilibrio se alcanza, hacia 1970, con 280 habitantes. En 1980, Huerta suma 225 almas; 188 en 1995, su mínimo histórico. La economía se desorganiza, la cultura popular se desmorona por el impacto combinado de las nuevas formas de vida, los nuevos valores y la pérdida de fe en el medio rural y sus patrones de vida. Aparece el fantasma, como en tantos pueblos cercanos, de la rotura de la línea de fecundidad y el colapso demográfico por la huida casi total de la población joven.


Este año, el establecimiento de una planta de embotellado de agua mineral en el pueblo supone un revulsivo importante de la situación, que contribuye a parar y aun revertir la despoblación. Gracias a ello y a otras actividades de nuevo cuño, Huerta vuelve a crecer en habitantes acercándose a su cómputo tradicional y, sobre todo, manteniendo y aumentando una población de edades jóvenes que supone una garantía de futuro.


Huerta es hoy un pueblo dinámico, en moderado crecimiento demográfico y buenas expectativas de futuro, que comienza a abrirse a nuevas actividades, como el turismo, y a una nueva valoración de su excepcional medio natural.